Un Dios tan sumamente enamorado que fue capaz de poner a su propio hijo en la balanza de su amor. Un Dios cuyo hijo se sacrifica por amor a su padre, porque el padre ama, espera y llora constantemente por aquello que creó con sus manos.
Un Dios que no le importa esperar, esperar y esperar. Un Dios lo suficientemente enamorado como para tener una relación con aquellos que le creen, a pesar de que pequen, caigan en el camino o se alejen de Él por un tiempo.
Un Dios con un hijo semejante a Él: Sacrificó su propia vida por hacer feliz a su padre. Sacrificó su vida porque entendió el amor a su creación. Sacrificó su vida porque encontró algo más importante y mucho más especial: A Dios. La perfecta llenura, gozo y paz. Aquello que nuestra alma desea, pero que buscamos en otras cosas. El Dios por el cual incluso rechazamos nuestra propia vida carnal, llena de odio, celos y envidia. Aquella cuyo corazón se inclina a lo malo, pero que sin embargo, lo anhela a Él.
Allí está Jesús: Amando, llorando...esperando pacientemente nuestro regreso con mucha paciencia y expectación.
Debemos aprender de su ejemplo: Amar sin recibir nada a cambio. Amar solo por amar. Sacrificar por amor. Y amar a aquel que nos enseñó el amor: A Jesús. Al Espíritu Santo. A Dios. Al llamado Gran Yo soy.
No me malinterpreten si hablo de que Jesús encontró a Dios. Sabemos que Él es Dios; que son una trinidad. Sin embargo, Jesús nos dejó una prueba de cómo es esa relación de amor que Dios tanto anhela con su creación; esa relación con el Espíritu Santo; ese Abba padre que sale de nuestros labios; esos detalles cotidianos y risas sin razón; esa verdadera relación de amor que sale de lo más profundo de nuestro corazón.
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